Alonisos, la isla habitada más al norte,
alargada y bonita, dejando atrás, hacia el éste, Panahia, reserva marina,
islotes deshabitados.
En
la entrada, con el viento en la popa, nos recibe el Cabo Blanco. Está hecho de
cientos de rocas pequeñas, como los incontables fragmentos de un vaso
roto. Navegamos dejándola a
estribor y por babor varias islas
muy cercanas. Parece que vamos por un pasillo, por un camino.
Hay
algo en el agua, una aleta o la pata de una tortuga, se mueve, grande y vivo.
Desaparece.
Entramos
en una bahía de maravillosas casas, con pequeños embarcaderos y escaleras al
mar, la “piscina de su padre”.
Por
la noche cena en la taberna, rodeados de abejas y antes del anocher con Sole
II, nuestro dingui, exploración de
los alrededores. Preciosas rocas rojas, los pinos llegan a través de ellas al
mar. Playitas de cantos rodados en todos los tonos de blancos y rosas.
Salimos
después de dos días de relax y playa, hay calma chicha. Intentamos entrar en el Puerto de Patitiri, el único de
la isla, pero no tenemos el único sitio en el que estaríamos bien, hay poca
profundidad. Está ocupado. Continuamos navegando y por el camino,
a lo lejos veo varias aletas. Está vez si que se acercan, se cruzan por
la proa de Moana y por debajo del casco. Son por lo menos ocho delfines. Muy
oscuros, casi negros, grandes. Es emocionante, se acelera el corazón y no
quieres dejar de verlos, pero se van, continúan su camino. Y nosotros el
nuestro, hasta Stáfilos, en Skopelos.
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