A
Panahia entramos por el noreste.
Nos recibe silenciosa. Arriba, en la montaña está la enorme casa de su
único habitante. Era una comunidad, pero
queda en ella un solo hombre. Se fueron marchando o muriendo y él se
quedó. Se alegra con las visitas, y te ofrece frutas de su huerta, es un lugar
enorme para una sola personas. Las placas solares hacen su trabajo para el anacoreta del siglo XXI. No hay nadie
más, solo los animales se pasean, nadan o vuelan libres.
Entramos
por una pasaje estrecho hasta el fondo de una bahía. Solo se ven unos cuantos
veleros y cabras, muchas cabras que se pasan la tarde y parte de la noche
balando.
La
ausencia de ruido resulta tan asombrosa que un hombre nadando parece un motor y
las cabras parecen miles. Se puede escuchar el murmullo de las conversaciones
en diferentes idiomas que salen de los veleros. La luna llena, sale gorda por
detrás de la montaña.
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