ORMOS
LAKKI, LEROS
El primer día la
impresión fue vaga, era de noche y la ilusión de
la llegada superaba cualquier cosa.
Una bahía casi cerrada
en forma de O, con una abertura por donde entraban todo tipo de barcos, grandes
y pequeños, como el enorme ferry que me llevó allí.
Una pequeña porción al
norte de la O, estaba ocupada por el pueblo: cuatro calles largas, paralelas al
mar y a la avenida que corría pegada a la costa. La parte pegada al muele de
los ferrys, ocupada por veleros, situados con sus popas a la calle, en una
pequeña marina. El resto de la calle, salpicada de bares y restaurantes separados por la carretera
de la mesas y sillas bajo las
sombrillas que al lado del mar, abarrotan la acera del paseo marítimo, la mayoría vacías, impidiendo
el paso de los inexistentes
paseantes. A cualquier hora del día algunas personas ocupando las mesas, con un
vaso de granizado de café. Familias enteras, unos amigos, parejas,… servidos por camareros que se juegan
la vida para llevarles sus comandas cruzando la carretera por la que circulaban
camiones, coches y motos, sobre
todo motos. La bahía frente al pueblo acoge a los barcos fondeados, no muchos,
solo con mal tiempo se llena, ya que es buena zona de abrigo. Desde allí Moana
vigila.
Dos cosas son difíciles de olvidar: Una, el ruido. Un ruido permanente, insistente, que a partir de la caída de la tarde y hasta bien entrada la madrugada no cesa. El ruido de los motores de las motos. Durante el día es el transporte mas común, y durante la noche se convierte en la principal diversión de los jóvenes. La otra, la agresividad de los mosquitos, de patas cortas y cuerpo robusto, capaces de colarse a través de redes y rendijas y llegar a la mañana con un saldo de 14 picaduras entre los dos brazos, a pesar de llevar loción y de que a las 6 de la mañana ya tumbada fuera y con la claridad del día esperé el amanecer.
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